Sunday, October 16, 2011

roots


El secreto de mis calcetines

Finales de septiembre 2011: una madrileña de la calle de Alcalá y un norteamericano de "Forlárdedeil", observando a los turistas en el centro de Firenze.

La madrileña ya me ha indicado la pinta chillona de americano que tengo por llevar calcetines blancos. Yo, sigo firme en mi posición de que una franja de tela que apenas cubre el tobillo no pueda tener mucho peso con la opinión pública.

—Eran los más baratos que tenían en el súper —protesto—, y ni siquiera se ven.

Estamos en el bello vórtice de uno de los más concurridos focos del turismo europeo, así que no faltan los norteamericanos de mediana edad. Todos visten camisas de polo, pantalones cortos que no se aventuran allende las rodillas, una gorra que podría ser de la misma marca que los pantalones, zapatillas deportivas y desde luego, calcetines blancos. Su atuendo es siempre en tonos tierra, sin nada que brille o llame la atención. A ellos no les interesa la moda, tan sólo la ropa. Me doy cuenta de que todos los varones en mi familia se visten exactamente igual, como si fuera un uniforme.

—Mi padre y mis tíos llevan ese mismo uniforme —digo en alto.
—A que llevan calcetines blancos también.

Me ha picado la curiosidad. ¿Acaso es posible, que una insulsa prenda de color nula sea una contundente confirmación de nacionalidad? Yo habría optado por los pantalones cortos, o bien el volumen de barriga que intenten contener.

Nos fijamos en dos hombres que están conversando junto a una portada.

—Con la bici tiene que ser italiano —apunto yo.
—Sí, puede ser, pero el otro no —dice la madrileña.
—¿Por qué? ¿Por lo zaino? —pregunto. Estamos en el segundo día en Italia, y ya me estoy quedando incapaz de distinguir entre las dos lenguas.
—¿Por lo qué?
—Por el… por la mochila.
—No, no. Es que no pillarías ni muerto a un italiano con calcetines con chanclas, ni tampoco a un español.

Lleva calcetines azules dentro de sus chanclas playeras con doble cierre de velcro. Además lleva un papel doblado en la mano que bien podría ser el plano de la ciudad de un turista perdido.

—Es verdad, tampoco tiene pinta alguna de italiano —le doy la razón.
—Debe de ser del norte de Europa.

Vemos pasar a un grupo de cinco personas, algunas de mediana edad, con aire familiar. Llevan mochilas ligeras y ropa que parece en algo al antedicho uniforme norteamericano, pero no es lo mismo. El esquema de color nos resulta más familiar. Más europeo.

—Y éstos, ¿americanos o alemanes?
—Ellos.. sí, alemanes.

Pasa una pareja, y tan fácilmente se descarta la posibilidad de que sean extracontinentales:

—¿Y ellos dos? —pregunta la madrileña.
Non so. ¿Francia? Europeos genéricos.

Pasa otra pareja: esta vez un chaval joven con camiseta roja que luce un diseño hortera y un peinado que sugiere un deseo subconsciente de convertirse en un tiburón. Le sigue una chica de edad parecida, con aspecto de universitaria.

—¿San Blas o Vallecas?
—Alcorcón.

En ningún momento he visto a nadie acicalado con calcetines blancos menos los norteamericanos y yo, que también soy norteamericano. Pero llevo seis años viviendo en Madrid y en ese tiempo he tenido que comprar ropa nueva. Ya no me queda casi nada de los United; hasta los calcetines blancos son de la Eurozona. La curiosidad me sigue picando.

—Y yo, ¿de dónde parece que soy?
—Pues tú, si no fuera por ese bolso diría americano total.
—Pero si no llevo puesto nada de allí.
—Hijo, ya te lo he dicho. Son los calcetines.

Ésta ha sido una revelación imprevista. Allí en una acera enfrente del Palazzo Strozzi, estoy en los albores de comprender que la gente realmente se fija en los calcetines, y es más, hasta mi propio subconsciente también. Paso un momento rumiando el asunto. La madrileña me interrumpe:

—Si no quieres que te tomen por americano, tienes que coger algo más normal. ¿Cómo se dice «calcetines» en italiano? ¿Calcetini?
Calzini. Y no, grazie. Così mi piaciono tanto. Así me gustan mucho.

Vinculado aún con mi tierra por un el color de un par de calcetines. Sí, me gustan mucho. Supongo que es sólo de esperar, que sea una cosa tan pequeña la que insinúa cual es el vínculo verdadero: yo mismo.